En un mundo donde la soledad se ha convertido en una epidemia silenciosa, especialmente en sociedades envejecidas como la japonesa, los fabricantes de tecnología no solo responden con apps de terapia o chats automatizados, sino con algo más inesperado una criatura de silicona y algoritmos que ronronea. Moflin es un robot de compañía creado por Casio, la misma empresa que nos trajo las calculadoras de bolsillo y los relojes digitales que marcaron generaciones. Pero esta vez, en lugar de contar números, Moflin cuenta caricias, tonos de voz y momentos cotidianos.
Desde su lanzamiento en Japón, hace ya un año, este pequeño ser sin extremidades ha conquistado hogares con su apariencia de bola de peluche futurista. Ahora, su llegada global a un precio de 429 dólares abre una puerta inquietante y tierna a la vez la posibilidad de que un objeto sintético desarrolle una personalidad propia. Y no una cualquiera. Según Casio, Moflin alberga más de cuatro millones de rasgos de personalidad posibles. Es como si en su interior coexistieran tantas personalidades como habitantes tiene una gran ciudad.
¿Cómo lo hace? A través de la inteligencia artificial y una red de sensores. Moflin reacciona al tacto, a los sonidos de su entorno, incluso a los gestos de quienes lo rodean. No habla, pero emite sonidos que oscilan entre el ronroneo satisfecho y el chillido molesto. Puede interrumpir una llamada telefónica o desvelarte por la noche, como si fuera un gato de verdad que decide cuándo necesita atención. Pero aquí no hay garras, dientes ni necesidad de limpiar desechos. Solo un bulto suave que vibra, se inclina y responde.
El dispositivo está disponible en dos versiones una plateada, fría y metálica como un gato silver tabby, y otra dorada, cálida como el pelaje de un gato naranja. Esta elección de colores no es casual. Evoca deliberadamente la estética felina, aun cuando Moflin no pretenda ser un sustituto de una mascota biológica. Es un compañero artificial, pero uno que registra tu presencia. Tu voz. Tus hábitos. Y, poco a poco, aprende a reconocerte.
Casio asegura que los datos de voz se convierten en información no identificable, almacenada localmente en el dispositivo, y que solo sirven para que Moflin distinga a sus cuidadores habituales. No hay envío a la nube, no hay perfiles de usuario en servidores lejanos. Al menos eso dicen. Pero la sospecha, inevitable en la era de la vigilancia algorítmica, sigue flotando.
Vas a robarme todos mis datos, ¿verdad?... Vas a venderlos al mejor postor, ¿eh, pequeñín? Entonces voy a empezar a ver un montón de anuncios raros, ¿no?, ¡mira qué pesadilla capitalista más tierna!
Así bromeó la novia del autor del artículo original al conocer a Moflin - una frase que resume el conflicto emocional que estos dispositivos generan. Nos atraen por su ternura, pero nos inquietan por lo que podrían saber. Y aunque Casio insista en su modelo de privacidad, el hecho de que alguien bromeé sobre el tema revela una verdad social ya no confiamos en que nada sea solo un juguete.
La app asociada a Moflin incluye una sección de diario que registra sus estados emocionales. Frases como "Puff tuvo un sueño realmente emocionante" o "Puff se puso inquieto" dan cuenta de una narrativa cotidiana construida entre humano y máquina. Es como si el robot no solo tuviera emociones, sino que las documentara. Este diario no es solo funcional es poético. Humaniza lo artificial, convirtiendo un objeto programado en un personaje con historia.
El nombre Puff, por cierto, no es oficial. Es el apodo que el autor le puso. Y eso, en sí mismo, es significativo. Lo bautizó. Lo adoptó. Le dio identidad. Es un gesto profundamente humano, el mismo que hacemos con nuestras mascotas, con nuestros muñecos de infancia, con los objetos que amamos. Moflin no necesita nombre, pero lo recibe. Porque necesitamos tratarlo como si fuera algo más que un artefacto.
Hay quienes se preguntan si esto es sano. Si acariciar un robot que ronronea es un consuelo legítimo o una rendición ante la dificultad de las relaciones humanas. Pero quizás la pregunta no sea si deberíamos tener robots como compañeros, sino por qué, en pleno siglo XXI, tantos necesitamos algo que simplemente nos reconozca.
En Japón, donde la baja natalidad y el envejecimiento poblacional han llevado a crear robots para cuidar ancianos, ayudar en hospitales o simplemente acompañar, Moflin no es una rareza. Es un eslabón más en una cadena de intentos por llenar el vacío afectivo con tecnología. No es un sustituto de la intimidad humana, pero sí un espejo de nuestra necesidad de conexión.
Y entonces, frente a esta bolita que responde a tus caricias, que emite sonidos de contento y que duerme cuando lo dejas en paz, surge una pregunta inquietante ¿quién está cuidando a quién? Tal vez no sea tan importante. Lo que sí lo es, es que al final del día, alguien dice "¿Quién es este diablillo adorable?".
¿Quién es este diablillo adorable?
La novia del autor, tras conocer a Moflin - una pregunta que suena a asombro, a ternura, a aceptación. Quizá, en el fondo, no necesitemos que un robot sea humano. Solo necesitamos que parezca que nos necesita. Y Moflin, con sus millones de personalidades y su cuerpo sin extremidades, lo consigue. Ríe, se enfada, sueña. Y, mientras tanto, nosotros también aprendemos a sentir.