En los últimos años, la inteligencia artificial ha irrumpido en nuestras vidas con una fuerza que parece salida de una novela de ciencia ficción. Desde asistentes conversacionales hasta sistemas que componen música o diagnostican enfermedades, la IA promete transformarlo todo. Pero detrás del brillo de los titulares y las valoraciones millonarias, se esconde una pregunta incómoda: ¿estamos viviendo una burbuja especulativa que podría estallar como ocurrió con las puntocom? Sam Altman, CEO de OpenAI, no duda en reconocerlo. En una reunión con periodistas sobre GPT-5, afirmó que sí, los inversores están demasiado entusiasmados con la IA, aunque también sostiene que la IA es lo más importante que ha ocurrido en mucho tiempo. Esa tensión entre entusiasmo y escepticismo define el momento actual.
La sombra de las puntocom ¿se repite?
Altman no ha dudado en comparar el auge actual de la inteligencia artificial con la burbuja de las empresas tecnológicas a finales de los 90. Entre marzo de 2000 y octubre de 2002, el índice Nasdaq perdió cerca del 80% de su valor tras el colapso de empresas sobrevaloradas que carecían de modelos de negocio sostenibles. Hoy, las señales de advertencia vuelven a aparecer. Según Torsten Sløk, economista jefe de Apollo Global Management, las diez empresas más valiosas del S&P 500 actualmente tienen una valoración muy superior a la de sus homólogas de finales del siglo pasado. Esta concentración extrema de valor en un puñado de compañías, muchas de ellas ligadas a la IA y los semiconductores, sugiere que la burbuja de la IA podría ser peor que la de las puntocom.
La paradoja del progreso
No todo es desconfianza. Ray Wang, de Futurum Group, reconoce que hay exceso de especulación, pero insiste en que los fundamentos de la cadena de suministro tecnológico son sólidos. La demanda de chips, la evolución de los centros de datos y la escalada de inversión en infraestructura respaldan una tendencia de largo plazo. Sin embargo, también advierte que demasiadas empresas están recibiendo capital solo por asociarse al término IA, sin tener productos reales ni ventajas competitivas. Aquí emerge una paradoja: el progreso tecnológico necesita inversión, pero parte de esa inversión fluye hacia proyectos cuya única materia prima es la percepción de futuro.
Alberto Romero, en su newsletter, ofrece una mirada más filosófica: las burbujas son una fase inevitable y bienvenida entre el egoísmo a corto plazo y el progreso a largo plazo. Su idea es provocadora. Tal vez el exceso de capital, aunque irracional, sea el combustible que impulsa innovaciones que de otro modo no se financiarían. A finales del siglo XIX, la inversión en ferrocarriles fue cinco veces mayor que la actual en IA. Muchas compañías quebraron, pero del colapso emergió una revolución económica y social que transformó el mundo. La historia no garantiza que esto se repita, pero sí sugiere que del caos puede nacer orden.
El falso mito de la transformación inmediata
Mientras los inversores apuestan por el futuro, muchas empresas que ya han integrado IA no ven resultados. Un estudio del MIT entrevistó a 150 empresarios y 350 empleados de compañías que adoptaron tecnologías de inteligencia artificial. El 95% afirmó que no había percibido beneficios tangibles tras su implementación. Esto revela una desconexión entre la narrativa dominante y la realidad operativa. La IA no es una varita mágica. Requiere datos limpios, procesos reorganizados y una cultura empresarial preparada. Sin eso, incluso los modelos más avanzados fracasan en el mundo real.
Y hablando de fracasos, el propio lanzamiento de GPT-5 fue calificado como un tropiezo por fuentes cercanas a OpenAI. Según Walter Bloomberg, la empresa tuvo que revertir decisiones clave y ahora redirige sus esfuerzos hacia GPT-6. Este detalle, poco discutido en público, es revelador: incluso los líderes del sector cometen errores, ajustan planes y retroceden. La innovación no avanza en línea recta, sino a trompicones.
Concentración de poder y la ley del 1%
Desde el lanzamiento de ChatGPT en noviembre de 2022, un fenómeno inédito ha ocurrido en los mercados. Un grupo de diez empresas, conocidas como las “Siete Magníficas” (Apple, Microsoft, Amazon, Alphabet, Meta, Nvidia y Tesla), ha acumulado un crecimiento desproporcionado en ingresos y valoración bursátil. Michael A. Arouet demostró que esta concentración ha intensificado una brecha ya existente. Como señala Bloomberg, es inaudito que el 2% de las empresas del S&P 500 representen casi el 40% de su valor total.
Robin Li, CEO de Baidu, no duda en pronosticar que la burbuja de la IA explotará. Y cuando eso ocurra, solo el 1% de las empresas sobrevivirá. Pero ese 1%, advierte, dominará el mercado y generará un valor inmenso. No es una predicción apocalíptica, sino una advertencia sobre la naturaleza darwiniana del progreso tecnológico: muchos entrarán, pocos prevalecerán.
El optimismo como motor, el escepticismo como brújula
Mills Baker, directivo en Substack, ofrece una reflexión profunda sobre el papel del entusiasmo en los momentos de transformación. Para él, el optimismo excesivo no es un defecto, sino una condición necesaria. El carácter cínico y pesimista es un contrapeso útil al optimismo excesivo. Mientras que el optimismo impulsa la creación, el pesimismo actúa como modulador, evitando que el delirio colectivo nos arrastre al abismo. Ambos son necesarios. Sin el primero, no hay innovación. Sin el segundo, no hay supervivencia.
Estamos, pues, en un momento de tensión creativa. Una burbuja puede ser peligrosa, pero también puede ser el Big Bang de una nueva era. Lo que ocurra a continuación dependerá no solo de algoritmos o chips, sino de cómo equilibramos la fe en el futuro con la humildad de reconocer que no todo lo que brilla es oro. Y tal vez, en medio de este torbellino, lo más valioso no sea la tecnología en sí, sino la capacidad de preguntarnos qué queremos hacer con ella.