Cada diciembre sucede lo mismo. Como un ritual digital al que nadie convoca pero todos cumplen, millones de personas abren la aplicación de Spotify y reciben su informe anual su Wrapped. Es un resumen de canciones, artistas, minutos escuchados. Un retrato sonoro del año. Pero también es algo más sutil. Es una sesión de reconocimiento facial hecha con datos musicales, un espejo al que nos asomamos para preguntarnos ¿quién soy según lo que escucho?
La fiesta de los datos
En 2023, la novedad más viral del Wrapped no fue un artista ni una playlist. Fue la "edad musical". Un cálculo que dice que si tus playlists están llenas de sintetizadores ochenteros, tienes cincuenta y pico. Que si flotas entre los Beatles y el soul de Motown, andas por los ochenta y algo. Suena inofensivo. Divertido incluso. Pero ¿qué significa que una plataforma determine tu edad cultural basándose en algoritmos que no revela?
Este año Bad Bunny lidera la lista de artistas más escuchados. No sorprende. Su influencia trasciende géneros y fronteras. Pero mientras celebramos su dominio sonoro, poco se habla de que su éxito también es un triunfo de las métricas. Porque Wrapped no mide la intensidad de una emoción, ni la profundidad de una letra. Mide repetición, duración, frecuencia. Premia lo consumido, no lo transformador.
El ojo que todo lo escucha
Detrás del brillo de los colores, de las animaciones y los memes que inundan las redes, hay un año entero de rastreo. Cada pausa, cada salto de canción, cada repetición. Spotify lo registra. Lo almacena. Lo procesa. Y al final, lo devuelve en formato fiesta. Un regalo de cumpleaños que no celebra al usuario, sino al sistema que lo ha vigilado.
¿Celebramos la música o estamos festejando que una plataforma nos haya vigilado durante 365 días y ahora nos maquete una presentación adorable con todos esos datos?
La ironía es que, mientras más personal parece el informe, más genérico se vuelve el mensaje. Wrapped refuerza la idea de que la música que importa es la que puede medirse y empaquetarse en un informe corporativo. Como si lo que no entra en una gráfica de barras no hubiera existido.
La música sintética y los silencios incómodos
Este año no ha sido solo de resúmenes festivos. Ha habido sombras. Inversiones del CEO en empresas de armamento. Artistas que han abandonado la plataforma por desacuerdos económicos o éticos. Y un fenómeno creciente canciones generadas por inteligencia artificial, firmadas por artistas inexistentes, que acumulan millones de streams. ¿Música? Tal vez. ¿Expresión humana? Difícil decirlo.
Spotify afirma que "Ningún Wrapped es igual". Pero su modelo algorítmico prioriza lo funcional, lo homogéneo, lo global. En ese camino, margina lo local, lo marginal, lo que no entra en patrones previsibles. Y mientras tanto, invierte en sistemas capaces de reemplazar a los artistas por contenido sintético más barato. Más controlable. Más rentable.
¿Dónde queda entonces el artista de barrio, el que no escala en algoritmos pero sí en corazones? ¿Qué pasa con las canciones que se escuchan una sola vez, pero cambian una vida?
La presión del compartir
El verdadero triunfo de Wrapped no está en los datos. Está en la conducta. Millones de personas comparten sus resultados en redes sociales. Sin pagarle a Spotify. Al contrario, haciendo publicidad gratuita. Es un fenómeno de presión social sutil si no compartes tu Wrapped, ¿acaso no formas parte de la comunidad? ¿No eres lo suficientemente interesante?
"Ningún Wrapped es igual" - Daniel Ek, CEO de Spotify
Pero cuando todos lo comparten, cuando todos tienen una "edad musical" y una playlist de lo más escuchado, ¿no terminamos siendo todos iguales? Las métricas de Wrapped privilegian la repetición sobre el impacto y los hábitos pasivos sobre las elecciones conscientes.
¿Qué música no se cuenta?
Quizá el Wrapped más honesto sería uno que dijera "Este año escuchaste 32 horas de silencio. 47 canciones que no terminaste. 127 veces la misma balada triste un martes de lluvia. Y una canción de tu abuela que no está en la plataforma, pero que sigue sonando en tu cabeza".
Mientras tanto, el algoritmo sigue midiendo. Y nosotros, entre bailecitos virales y comparaciones de "edad musical", seguimos entregando el año. No con una carta, ni con un diario, sino con un informe de consumo. Como si la vida musical pudiera resumirse en minutos y repeticiones. Como si lo invisible no contara.